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domingo, 26 de febrero de 2012

Relato de un suicidio


Entró en el cuarto de baño.
Seguía siendo tan pequeño como de costumbre, 
pero en la siguiente hora, esas cuatro paredes serían su consuelo.
Encendió el radiador con un vago movimiento.
Se sentó en el suelo y esperó a que la habitación se calentara.
Se quedó quieta, mirando hacia el frente.
Miraba con intensidad sobrehumana el cesto de toallas, pero en verdad no veía nada. 
El miedo la paralizaba.
Estaba analizando lo que pasaría a continuación.
Se levantó dispuesta a encender el grifo de la ducha.
El humo empezó a salir por encima de las cortinas, era la señal de que ya se había calentado.
Lentamente se despojó de la grande sudadera que llevaba puesta.
Entonces pudo ver su demacrado cuerpo reflejado en el espejo.
Un cuerpo delgado y frágil, que reflejaba todas las putadas que estaba viviendo.
Se quitó los calcetines, agarrada al toallero para no perder el equilibrio.
Echó una última mirada al espejo y suspiró.
Entonces sacó de un cajón una cuchilla, y la dejó preparada sobre el lavamanos.

Se metió en la ducha, y a medida que el agua ardiente caía sobre su piel podía notar cómo sus problemas se evaporaban como el agua, y formaban figuras incandescentes sobre su cabeza, desapareciendo entre las blancas paredes.
Empezó a enjabonar su cuerpo, y a sentir la corriente de agua caer sobre su espalda.
Las gotas mojaban su rostro y camuflaban sus lágrimas.
El agua acariciaba su cuerpo con ternura, y las cortinas se pegaban a su piel, celosas de las gotas sobre su cuerpo.
Cada gota era un alivio, y un suspiro más desaparecía por el desagüe junto a ellas.
Enjuagó su pelo y su cuerpo, suspiró una vez más y cerró el grifo.
Cubrió su frágil y húmedo cuerpo con una toalla áspera por los infinitos lavados. 
Salió de la ducha, y el frío aire la golpeó como una bofetada, seca y fría.
Se sentó en la taza del váter esperando a que el agua de su cuerpo se evaporara.
Veía cómo las gotas sobre sus piernas cambiaban de estado, y se convertían en suave vapor subiendo por el aire, como humo. Observó por lo que parecieron horas, hasta que tanto el frío como el humo que radiaba de su piel desaparecieron.
Se puso en pié, ya completamente seco su cuerpo. Dejó caer torpemente la toalla al suelo, y se dirigió frente al espejo.
Todavía quedaba algo de vaho en él, aunque empezaba a desaparecer a medida que pasaba el tiempo. Se acercó al espejo y soltó un bufido que inundó el cristal de vapor de agua condensada.
Entonces, levantó su temblorosa mano y con el dedo índice empezó a escribir algo.
Se quedó ahí enfrente, inerte, contemplando su obra.
Sabía que cada segundo que pasaba era un segundo que se restaba a su vida.
Cogió indecisa la cuchilla que había preparado. La miró.
Temblaba entre sus deditos como si de un flan se tratara.
Giró la cabeza de nuevo hacia el espejo, y al encontrar sus ojos, vio pasar su vida proyectada sobre ellos, como si se tratara de una pantalla. La visión fue efímera, pero fue suficiente para darle el valor de seguir adelante con su plan.
Clavó la punta de la cuchilla sobre el extremo izquierdo de su cuello, y con un último sollozo, desplazó la cuchilla a lo largo de su garganta, dejando a la vista un largo y profundo corte, que supuraba el líquido de la vida, rojo y espeso, que salía a borbotones de su abierta herida.
Notó, por última vez, cómo las lágrimas se desplazaban por sus mejillas, y de repente dejó de ver. 
Cayó de bruces al suelo, lo último que oyó fue el ruido metálico de la cuchilla al chocar con el frío suelo.
Sentía cómo su piel se erizaba al contacto de éste.
No podía hablar, no podía gritar, pero no le importaba ya.
Podía notar cómo se le iba la vida, y ella no podía hacer nada por evitarlo.
Su alma se despegaba de su cuerpo, como el agua de sus piernas desaparecía en forma de humo unos minutos atrás.
Pronto dejó de pensar, y dejó de sentir.
Era una sensación extraña, como de paz. 
Sus párpados pesaban como piedras, como si de un intenso cansancio se tratara.
Y se cerraron, para siempre, sellando así su muerte.
Su cuerpo seguía sufriendo en ese incomprensible mundo que la había llevado a tomar tan dolorosa, y a la vez liberadora decisión.
Estaba ahí, desangrándose lentamente, inerte y patético.
Pero ella no sufriría más.
Había abandonado su cuerpo ahí, entre esas cuatro paredes blancas, cuyo suelo por momentos se tornaba carmesí.
Pero su alma viviría, libre ya de toda penuria.
Su dolor había terminado ya, para siempre. 
Y lo último que vio antes de morir fueron sus palabras, marcadas para siempre en el espejo.
"Me gusta sentir el agua sobre mi piel, porque de esta manera nadie sabe que estoy llorando"
Su vida se desprendió de ella en forma de vapor y de líquido rojizo, para siempre.

-Bebi-

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